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domingo, 7 de octubre de 2012

LA ILUSIÓN CÓMICA REVISITADA


Violencia y espectáculo

Por Esteban Rodríguez

1.       La violencia
En 1947 Borges y Bioy Casares escribieron a cuatro manos “La fiesta del monstruo”. Un relato descabellado, bestial, que vuelve sobre uno de los textos fundacionales de la literatura argentina, “El matadero” de Esteban Echeverría, un relato que más tarde será reescrito en sucesivas oportunidades, primero por Osvaldo Lamborghini en “el niño proletario”, luego por Fito Páez en su disco Rey sol, por Santiago Llach en “La banda de los Mickyes Mouse” y Washington Cucurto en “Las aventuras del Sr. Maiz”. Los protagonistas de la violencia van rotando, pero la estructura del relato es siempre la misma. Como si la Argentina estuviera patinando siempre en el mismo lodo, encallada en un laberinto sin salida.  Como si su telón de fondo fuera una contradicción irreductible.
Lo dijo alguna vez David Viñas: “La literatura argentina, emerge alrededor de una metáfora mayor: la violación.” “El matadero” como el comentario de una violencia ejercida de afuera hacia adentro, de la carne sobre el espíritu, de la Masa contra las matizadas pero explícitas proyecciones heroicas del Poeta. Y a partir de esa agresión inicial, se averigua una suerte de programa civilizado del espíritu contra la bárbara materia.
Borges y Bioy narran la mala suerte que correrá un estudiante pelirrojo (lo de estudiante se averigua por los anteojos, la prolijidad y los libros bajo el brazo) cuando es interceptado por una jauría de trabajadores desalineados, de pelo negro y tez trigueña, que descienden extasiados de un camión. Son los cabecitas negras, los descamisados que vienen a ver a su líder. El cuento describe una suerte raid lumpen que va de la periferia al centro, una invasión que tomará la casa por sorpresa -como va a decir Cortazar por aquellos días-, o una inundación -como dirá el gorila de Ezequiel Martínez Estrada. Un trip que conocemos con el nombre de 17 de Octubre. Hay un colectivo que se va abriendo paso entre tantos camiones. Arriba de esos carros, apiñados como vacas, llegaba la muchachada enloquecida con el deseo de irrumpir. Una turba desbordada se dirige con marcialidad festiva hacia Plaza de Mayo. Sólo detienen su tranco frente a ese joven al que empiezan a arrojarle improperios que luego reemplazarán por cascotazos limpios. Hasta que el pibe cae y la masa se entusiasma, se da manija y empiezan a formar fila para trincarse al joven que no entiende por qué tanta violencia, de dónde viene esa barbarie.
La historia se condensa y cabe en ese terreno baldío, ese pequeño desierto en el medio de la ciudad. La historia se toma revancha. Y es bestial. La violencia partera de la historia es una violencia contra natura; es la historia contra la naturaleza. La sodomización, esto es, tomar por el culo al otro, es una de las formas mayores de la violencia, o mejor dicho, ha sido postulada como la imagen bestial para expresar la violencia en juego cuando se construye una historia que enchastra cuando patina en barro, un pastiche hecho de sangre y lodo, la pista ideal para danzar la “resfalosa”.
Después de dos siglos tenemos razones suficientes para proponer al Matadero y a sus reescrituras como el relato mayor para pensar el sustrato violento de la Argentina embutida, una violencia implacable, que, con el paso del tiempo, y como sugerimos con Prividera en el número pasado de La Grieta- se fue exacerbando hasta la desaparición.
2.       El espectáculo
Ya lo dijo Maquiavelo, teniendo los príncipes que comportarse como bestias, entre aquellas deberán elegir al león pero también al zorro. No hay violencia sin espectáculo. No basta con el león carnicero, necesitarán además de la astucia del zorro. Se sabe, las multitudes son crédulas, se dejan guiar antes que por lo que piensan, por lo que ven. Por eso la violencia estará revestida de apariencias que pongan las cosas en otro lugar. Lo dijo también Marx: después de la tragedia empieza la parodia. El estadista será el payado de la historia, aparentando transformarse y transformar las cosas, a crear algo nunca visto. En esas épocas de crisis, evocarán a los fantasmas para continuar oprimiendo como una pesadilla el cerebro de los vivos.   
Después de “La fiesta del monstruo”, Borges insiste y escribe en la revista Sur “L’Illusion comique”. Resumo: “Durante años de oprobio y de bobería, los métodos de propaganda comercial y de la literatura pour concierges fueron aplicados al gobierno de la república. Hubo así dos historias: una, de índole criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e incendios; otra de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes. (…)  De un mundo de individuos hemos pasado a un mundo de símbolos aún más apasionados que aquél; ya la discordia no es entre partidarios y opositores al dictador, sino entre partidarios y opositores de una esfinge o un nombre… Más curioso fue el manejo político de los procedimientos del drama o del melodrama. El día 17 de octubre de 1945 se simuló que un coronel había sido arrestado y secuestrado y que el pueblo de Buenos Aires lo rescataba; nadie se detuvo a explicar quiénes lo habían secuestrado ni cómo se sabía su paradero. (…) Todos (salvo, tal vez, el orador) sabían o sentían que se trataba de una ficción escénica. (…) Parejamente, las mentiras de la dictadura no eran creídas o descreídas; pertenecían a un plano intermedio y su propósito era encubrir o justificar sórdidas o atroces realidades. Pertenecían al orden de lo patético y de lo burdamente sentimental.”
  1. Fiesta para todos o final de fiesta.
50 años después, el gobierno nacional es objeto de críticas similares y los términos que estructuran el relato de la oposición difusa son exactamente los mismos: violencia + espectáculo. Tanto la derecha como la izquierda tradicional, incluso la nueva izquierda, coinciden en que los derechos humanos, pero también el Bicentenario, la reivindicación de las Malvinas, la estatización de YPF, Fútbol para todos, 678, la asignación universal por hijo, el mercosur, el luto de Cristina, son un gran relato para ocultar la violencia del estado hecha de Ley de medios, cadena permanente, retenciones móviles, aumento de impuestos, cepo al dólar, matrimonio igualitario, estilo Moreno y la reforma constitucional. El kirchenerismo sería el lugar de la impostura, donde se dice una cosa pero se hace otra, donde la coquetería de la presidenta, que reedita las contradicciones de Evita, es la nueva mascarada de la Historia.
No voy a negar que el kirchnerismo esté hecho también de menemistas lobotomizados y caciques reciclados. Pero el kirchnerismo es mucho (muchísimo) más que eso. No voy a decir que es el lugar de la lucha de clases pero tampoco le voy a negar que sea el protagonista de una serie de disputas contra grandes corporaciones e intereses locales e internacionales. Esas disputas necesitan otros consensos sociales y políticos a la vez, y esos acuerdos son las batallas hegemónicas pendientes que en distintos planos están teniendo lugar. Lo dijo Gramsci hace bastante tiempo: no hay política sin mito. Nos hay lucha sin “una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva.”
Pensar que la política es el lugar de la impostura, equivale a sugerir que la postura correcta tiene que ser la guerra. Cuando se descalifica la política, se clausura la democracia y la guerra se postula como la salida fatal, pero inevitable otra vez. Conviene seguir muy atentos y no ceder a las provocaciones. Cuando las oposiciones no encuentran un partido que la estructure y canalice, la bronca sale con sordina, cruda, violenta. Los medios empresariales agitan fantasmas y montan el espectáculo para provocar nuevos enfrentamientos. La oposición asoma nuevamente sus dientes y lo hace con la cara de gente bien peinada y empilchada, dispuesta a practicar el linchamiento.
Por eso vale la pena recordar cómo terminaba el ensayo de Borges, para continuar estando alertas: “felizmente para la lucidez y la seguridad de los argentinos, el régimen actual ha comprendido que la función de gobernar no es patética.” Lo escribió Borges en noviembre de 1955, dos meses después del golpe militar (autodefinido como “Revolución Libertadora”) encabezado por Pedro Eugenio Aramburu. El presidente era el general Eduardo Lonardi. 

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