Violencia y espectáculo
Por Esteban Rodríguez
1. La violencia
En 1947 Borges y Bioy Casares escribieron a cuatro manos “La fiesta
del monstruo”. Un relato descabellado, bestial, que vuelve sobre uno de los
textos fundacionales de la literatura argentina, “El matadero” de Esteban
Echeverría, un relato que más tarde será reescrito en sucesivas oportunidades,
primero por Osvaldo Lamborghini en “el niño proletario”, luego por Fito Páez en
su disco Rey sol, por Santiago Llach en “La banda de los Mickyes Mouse” y Washington
Cucurto en “Las aventuras del Sr. Maiz”.
Los protagonistas de la violencia van rotando, pero la estructura del relato es
siempre la misma. Como si la Argentina estuviera patinando siempre en el mismo
lodo, encallada en un laberinto sin salida.
Como si su telón de fondo fuera una contradicción irreductible.
Lo dijo alguna vez David Viñas: “La
literatura argentina, emerge alrededor de una metáfora mayor: la violación.”
“El matadero” como el comentario de una violencia ejercida de afuera hacia
adentro, de la carne sobre el espíritu, de la Masa contra las matizadas pero explícitas
proyecciones heroicas del Poeta. Y a partir de esa agresión inicial, se
averigua una suerte de programa civilizado del espíritu contra la bárbara
materia.
Borges y Bioy narran la mala suerte que correrá un estudiante
pelirrojo (lo de estudiante se averigua por los anteojos, la prolijidad y los
libros bajo el brazo) cuando es interceptado por una jauría de trabajadores
desalineados, de pelo negro y tez trigueña, que descienden extasiados de un
camión. Son los cabecitas negras, los descamisados que vienen a ver a su líder.
El cuento describe una suerte raid
lumpen que va de la periferia al centro, una invasión que tomará la casa por
sorpresa -como va a decir Cortazar por aquellos días-, o una inundación -como
dirá el gorila de Ezequiel Martínez Estrada. Un trip que conocemos con el nombre de 17 de Octubre. Hay un colectivo
que se va abriendo paso entre tantos camiones. Arriba de esos carros, apiñados
como vacas, llegaba la muchachada enloquecida con el deseo de irrumpir. Una
turba desbordada se dirige con marcialidad festiva hacia Plaza de Mayo. Sólo
detienen su tranco frente a ese joven al que empiezan a arrojarle improperios
que luego reemplazarán por cascotazos limpios. Hasta que el pibe cae y la masa se
entusiasma, se da manija y empiezan a formar fila para trincarse al joven que
no entiende por qué tanta violencia, de dónde viene esa barbarie.
La historia se condensa y cabe en ese terreno baldío, ese pequeño
desierto en el medio de la ciudad. La historia se toma revancha. Y es bestial.
La violencia partera de la historia es una violencia contra natura; es la
historia contra la naturaleza. La sodomización, esto es, tomar por el culo al
otro, es una de las formas mayores de la violencia, o mejor dicho, ha sido
postulada como la imagen bestial para expresar la violencia en juego cuando se
construye una historia que enchastra cuando patina en barro, un pastiche hecho
de sangre y lodo, la pista ideal para danzar la “resfalosa”.
Después de dos siglos tenemos razones suficientes para proponer al Matadero y a sus reescrituras como el
relato mayor para pensar el sustrato violento de la Argentina embutida, una
violencia implacable, que, con el paso del tiempo, y como sugerimos con
Prividera en el número pasado de La Grieta- se fue exacerbando hasta la
desaparición.
2.
El espectáculo
Ya lo dijo Maquiavelo, teniendo los
príncipes que comportarse como bestias, entre aquellas deberán elegir al león
pero también al zorro. No hay violencia sin espectáculo. No basta con el león
carnicero, necesitarán además de la astucia del zorro. Se sabe, las multitudes
son crédulas, se dejan guiar antes que por lo que piensan, por lo que ven. Por
eso la violencia estará revestida de apariencias que pongan las cosas en otro
lugar. Lo dijo también Marx: después de la tragedia empieza la parodia. El
estadista será el payado de la historia, aparentando transformarse y
transformar las cosas, a crear algo nunca visto. En esas épocas de crisis,
evocarán a los fantasmas para continuar oprimiendo como una pesadilla el
cerebro de los vivos.
Después de “La fiesta del
monstruo”, Borges insiste y escribe en la revista Sur “L’Illusion comique”. Resumo:
“Durante años de oprobio y de bobería, los métodos de propaganda comercial y de
la literatura pour concierges fueron
aplicados al gobierno de la república. Hubo así dos historias: una, de índole
criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e
incendios; otra de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo
de patanes. (…) De un mundo de
individuos hemos pasado a un mundo de símbolos aún más apasionados que aquél;
ya la discordia no es entre partidarios y opositores al dictador, sino entre
partidarios y opositores de una esfinge o un nombre… Más curioso fue el manejo
político de los procedimientos del drama o del melodrama. El día 17 de octubre
de 1945 se simuló que un coronel había sido arrestado y secuestrado y que el
pueblo de Buenos Aires lo rescataba; nadie se detuvo a explicar quiénes lo
habían secuestrado ni cómo se sabía su paradero. (…) Todos (salvo, tal vez, el
orador) sabían o sentían que se trataba de una ficción escénica. (…) Parejamente,
las mentiras de la dictadura no eran creídas o descreídas; pertenecían a un
plano intermedio y su propósito era encubrir o justificar sórdidas o atroces
realidades. Pertenecían al orden de lo patético y de lo burdamente
sentimental.”
- Fiesta
para todos o final de fiesta.
50 años después, el gobierno
nacional es objeto de críticas similares y los términos que estructuran el relato
de la oposición difusa son exactamente los mismos: violencia + espectáculo.
Tanto la derecha como la izquierda tradicional, incluso la nueva izquierda,
coinciden en que los derechos humanos, pero también el Bicentenario, la
reivindicación de las Malvinas, la estatización de YPF, Fútbol para todos, 678,
la asignación universal por hijo, el mercosur, el luto de Cristina, son un gran
relato para ocultar la violencia del estado hecha de Ley de medios, cadena
permanente, retenciones móviles, aumento de impuestos, cepo al dólar, matrimonio
igualitario, estilo Moreno y la reforma constitucional. El kirchenerismo sería el
lugar de la impostura, donde se dice una cosa pero se hace otra, donde la
coquetería de la presidenta, que reedita las contradicciones de Evita, es la
nueva mascarada de la Historia.
No voy a negar que el
kirchnerismo esté hecho también de menemistas lobotomizados y caciques reciclados.
Pero el kirchnerismo es mucho (muchísimo) más que eso. No voy a decir que es el
lugar de la lucha de clases pero tampoco le voy a negar que sea el protagonista
de una serie de disputas contra grandes corporaciones e intereses locales e
internacionales. Esas disputas necesitan otros consensos sociales y políticos a
la vez, y esos acuerdos son las batallas hegemónicas pendientes que en
distintos planos están teniendo lugar. Lo dijo Gramsci hace bastante tiempo: no
hay política sin mito. Nos hay lucha sin “una fantasía concreta que actúa sobre
un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad
colectiva.”
Pensar que la política es el
lugar de la impostura, equivale a sugerir
que la postura correcta tiene que ser
la guerra. Cuando se descalifica la política, se clausura la democracia y la
guerra se postula como la salida fatal, pero inevitable otra vez. Conviene
seguir muy atentos y no ceder a las provocaciones. Cuando las oposiciones no
encuentran un partido que la estructure y canalice, la bronca sale con sordina,
cruda, violenta. Los medios empresariales agitan fantasmas y montan el
espectáculo para provocar nuevos enfrentamientos. La oposición asoma nuevamente
sus dientes y lo hace con la cara de gente bien peinada y empilchada, dispuesta
a practicar el linchamiento.
Por eso vale la pena recordar cómo
terminaba el ensayo de Borges, para continuar estando alertas: “felizmente para
la lucidez y la seguridad de los argentinos, el régimen actual ha comprendido
que la función de gobernar no es patética.” Lo escribió Borges en noviembre de
1955, dos meses después del golpe militar (autodefinido como “Revolución
Libertadora”) encabezado por Pedro Eugenio Aramburu. El presidente era el
general Eduardo Lonardi.
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